lunes, 20 de mayo de 2013

La guerra fue consecuencia de una ingente frivolidad.

La guerra fue consecuencia de una ingente frivolidad.
Esta me parece la palabra decisiva.
Los políticos españoles, apenas sin excepción, la mayor parte de las figuras representativas de la Iglesia, un número crecidísimo de los que se consideraban «intelectuales» (y desde luego de los periodistas), la mayoría de los económicamente poderosos (banqueros, empresarios, grandes propietarios), los dirigentes de sindicatos, se dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u omitían.
La lectura de los periódicos, de algunas revistas «teóricas», reducidas a mera política, de las sesiones de las Cortes, de pastorales y proclamas de huelga, escalofría por su falta de sentido de la realidad, por su incapacidad de tener en cuenta a los demás, ni siquiera como enemigos reales, no como etiquetas abstractas o mascarones de proa.
Y todo esto ocurría en un momento de increíble esplendor intelectual, en el cual se habían dado cita en España unas cuantas de las cabezas más claras, perspicaces y responsables de toda nuestra historia.
Lo cual hace más grave el hecho escandaloso de que no fueran escuchadas, de que fueran deliberadas, cínicamente desatendidas por los que tenían dotes intelectuales, y por tanto deberes en  ese capítulo.
Los años de la República estuvieron dominados por la falta. de imaginación, la incapacidad de prever, de anticipar las consecuencias, de proyectar un poco lejos.
No se llegó a aceptar las reglas de la democracia, se declaró una vez y otra -por la derecha y por la izquierda- que sólo se aceptaban sus resultados si eran favorables; unos y otros estuvieron dispuestos a enmendar por la fuerza la decisión de las urnas, sin darse cuenta de que eso destruía toda posibilidad política normal y anulaba la gran virtud de la democracia: la de rectificarse a sí misma.

El 10 de agosto de 1932 fue el primer síntoma de esa Actitud, que tuvo su correlato en los levantamientos anarquistas del año siguiente; pero la irresponsabilidad máxima fue la insurrección del partido socialista en octubre de 1934, aprovechada por los catalanistas, que llevó a la destrucción de una democracia eficaz y del concepto mismo de autonomía regional.
Se negó entonces la validez del sufragio, la Constitución y el Estatuto de Cataluña -parte de la estructura jurídica de la República española-, todo en una pieza.
La democracia quedó herida de muerte.
Los gobiernos de esta segunda etapa, lejos de tratar de enmendar lo que les parecía peligroso para la nación o para la religión en la legislatura del bienio anterior -como habían dicho en su propaganda-, prefirieron dedicarse a restablecer egoístamente pequeñas ventajas económicas para sus clientelas, con asombrosa insolidaridad y miopía, que llevaron a la disolución de Cortes, las elecciones de febrero de 1936, el triunfo en ellas del Frente Popular y, poco después, la guerra civil.

Pero, ¿puede decirse que estos políticos, estos partidos, estos votantes querían la guerra civil?.
Creo que no, que casi nadie español la quiso.´
Entonces, ¿cómo fue posible?.
Lo grave es que muchos españoles quisieron lo que resultó ser una guerra civil.
Quisieron:
a) Dividir al país en dos bandos,
b) Identificar al «otro» con el mal.
c) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como adversario eficaz,
d) Eliminarlo, quitarlo de en medio (políticamente, físicamente si era necesario).
Se dirá que esto es una locura.
Efectivamente, lo era (y no faltaron los que se dieron cuenta entonces, y a pesar de mi mucha juventud, puedo contarme en su número).
La locura puede tener causas orgánicas, puede ser efecto de una lesión; o bien psíquicas; pero también puede tener un origen biográfico, sin anormalidad fisiológica ni psíquica.
Si trasladamos esto a la vida colectiva, encontramos la posibilidad de la locura colectiva o social, de la locura histórica. (El Irán, en el momento en que escribo, es un estupendo ejemplo de ello, y no es el único).
Sin recurrir a esta idea, ¿puede entenderse el triunfo del nacionalsocialismo en Alemania, los doce años de historia que van de 1933 a 1945?,
La Revolución rusa fue otra cosa: locura lúcida de una exigua minoría, operando in ánima vil sobre un inmenso cuerpo social de «almas muertas», inertes.

Conviene recordar que la situación española en el primer tercio del siglo había sido de promesa constante, en gran parte realizada.
Desde el desastre del 98, la sociedad española había despegado económicamente (con la ayuda de la neutralidad durante la primera guerra mundial), y su pobreza se había mitigado; las Universidades habían mejorado más de lo que se hubiera podido esperar, y todo el sistema de la instrucción experimentó un avance extraordinario con la República.
Desde el punto de vista de la cultura superior -filosofía, literatura, arte, investigación-, se había entrado en un siglo de oro.
Las esperanzas de un joven de mi generación eran ilimitadas, y la República, entendida positivamente, fue el símbolo de la apertura, de la dilatación de la vida, del ejercicio de la libertad.
La España estudiada e interpretada por Unamuno, Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Asín Palacios, Ortega y los historiadores y filólogos más jóvenes; imaginada y recreada literariamente por Azorín, Baroja, Valle-Incíán, los Machado, Miró, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Salinas, Guillen y los poetas «del 27»; pintada por Regoyos, Zuloaga, Solana, Palencia; la que tenía, un poco lejos, a Picasso y a otros cuantos; la que había empezado a investigar-en escasa medida, pero tan bien como cualquiera- con Cajal, Cabrémir Palacios, Catalán; la que había creado, por primera vez desde hacía tres siglos, una filosofía original y un comienzo de escuela sin adanismo -Ortega, Morente, Zubiri,, Gaos-, esa España, en tantos sentidos incomparable con todas nlas anteriores desde mediados del siglo XVII, desde Quevjedb y Calderón, fue la que de repente fue negada a medías por fracciones que nji siquiera poseían ni retenían la mitad de lo que pretendían defender. De esa España nos despojaron a ios españoles -y a nuestros hijos no nacidos- los quej quisieron la guerra (o no les importó dejarla llegar), los que fueron internamente beligerantes en 1936.
Falta todavía examinar una cuestión delicada: cómo se llegó a imponer a una gran parte de la sociedad española lo que inicialmente no creía ni pensaba ni quería, cómo se disminuyeron sus defensas, para llevarla adonde no quería ir.
He insistido en el carácter no ya minoritario sino exiguo de los grupos que habían de resultar representativos y decisivos durante la guerra civil.
Conviene tener presente que los comunistas sólo consiguieron un diputado en las Cortes de 1931, otro en las de 1933, dieciséis (con los votos republicanos y socialistas) en las de 1936.
En cuanto a los falangistas, nunca pudieron elegir un solo diputado, ya que José Antonio Primo de Rivera fue elegido en 1931 como candidato de una coalición de derechas, dos años antes de la fundación de Falange Española.
Lo cual no impidió que el Partido Comunista fuese el principal rector de la política en la zona «republicana» y que Falange fuese el «partido único» en la «nacional» y en los decenios que siguieron a su victoria.
El proceso que se lleva a cabo entre los años 31 y 36 (y-, si se quiere mayor precisión, de 1934 a 1936) consiste en la escisión del cuerpo social mediante una tracción continuada, ejercida desde sus dos extremos.
Ese torso de la sociedad, que poco o nada tenía que ver con esos grupos extremistas, en lugar de rechazar sus pretensiones, desentenderse de ellos y dejadlos fuera del juego político (reducirlos a lo que en inglés se llama the lunatic frínge, «el fleco demencial»), se dejó dividir, siguió, con mayor o menor docilidad, a los dos fragmentos que no querían con vivir con los demás.
¿Cómo se ejerció -y se ejerce casi siempre- esa tracción?.
Mediante una forma de sofisma que consiste en la reiteración de algo que se da por supuesto.
Cuando los medios de comunicación proporcionan una interpretación de las cosas que ni se justifica ni se discute, y parten de ella una vez y otra como de algo obvio, que no requiere prueba, que, por el contrario, se usa como base para discusiones, diferencias y hasta polémicas, los que reciben esa interpretación se encuentran desde el primer momento más allá de ella, envueltos en análisis, procesos o disputas que precisamente implican su previa aceptación.
Todas esas discusiones, que no se rehuyen, sino se fomentan, tienen justamente la misión de distraer de esa aceptación que se ha deslizado fraudulentamente y sin critica, por un simple mecanismo de repetición y utilización como base de toda discusión ulterior.

Los dos elementos (repetición y utilización) son esenciales; el primero produce una especie de «anestesia» o de efecto «hipnótico»; el segundo «pone a prueba» la tesis que interesa, de una manera sumamente curiosa, que no es probarla, demostrarla o justificarla, sino hacerla funcionar.
Se sobrentiende que su funcionamiento es prueba de su verdad.
Si con esta idea como guía se hiciese un examen atento de lo que se dijo en España durante los dos años anteriores a la guerra civil por parte de los que habían de ser sus inspiradores y conductores, me atrevo a asegurar que se aclararía una enorme porción de aquel complicado proceso histórico. (Y si con el mismo método se echase una ojeada a la situación actual, probablemente se obtendría claridad suficiente para evitar en el futuro .diversos males cuya amenaza es demasiado evidente).

La única defensa de la sociedad ante ese tipo de manipulaciones es responder con el viejo principio de la lógica escolástica: negó suppositum, niego el supuesto.
Si se entra en la discusión, dejándose el supuesto a la espalda, dándolo por válido sin examen, se está perdido.
Es muy difícil que el hombre o la mujer de escasos hábitos intelectuales, acostumbrados a la recepción de ideas más que a su elaboración y formulación, se den cuenta de que están siendo objeto de esa manipulación; sobre todo cuando el «supuesto» que se desliza es negativo, es decir, consiste en una omisión.
(Si se quiere un ejemplo notorio y reciente, recuérdese la eliminación o escamoteo de la palabra «nación» en el anteproyecto de Constitución española que se hizo público a comienzos de enero de 1978; remito a mis artículos de ese mismo mes, recogidos en España en nuestras manos.)
De ahí la necesidad de un pensamiento alerta, capaz de descubrir las manipulaciones, los sofismas, especialmente los que no consisten en un raciocinio falaz, sino en viciar todo raciocinio de antemano.
Esta es la función política que puede esperarse de los intelectuales; es decir, que sean intelectuales y no políticos, que se ajusten a los deberes de su gremio y adviertan al país cuándo no se hace.
¿Faltó esto en los años que precedieron a la guerra civil?
¿No era una época en que los intelectuales gozaban de gran prestigio, había entre ellos unos cuantos eminentes y de absoluta probidad intelectual?
Ciertamente los había; pero encontraron demasiadas dificultades, se les opuso una espesa cortina de resistencia o difamación, funcionó el partidismo para oírlos «como quien oye llover»; llegó un momento en que una parte demasiado grande del pueblo español decidió no escuchar, con lo cual entró en el sonambulismo y marchó, indefenso o fanatizado, a su perdición.
Tengo la sospecha -la tuve desde entonces-de que los intelectuales responsables se desalentaron demasiado pronto. ¿Demasiado pronto -se dirá-, con todo lo que resistieron?
Sí, porque siempre es demasiado pronto para ceder y abandonar el campo a los que no tienen razón.
He intentado hacer comprensible cómo se pudo llegar a la guerra civil, cómo se fue simplificando la realidad española, reduciéndola a esquemas, polarizándolos, convirtiéndolos en algo abstracto, algo que se puede odiar sin que la humanidad concreta se interponga y mitigue el odio; cómo se manipuló hábilmente al pueblo español desde dos extremos profesionalizados, con ayuda de la torpeza y falta de estilo de las soluciones más civilizadas y razonables, que fueron perdiendo atractivo y eficacia. Larga serie de errores, el último de los cuales fue... la guerra.
La verdad es que nadie contaba con ella.
Los que la promovieron más directamente creían que se iba a reducir a un golpe de Estado, a una operación militar sencillísima, estimulada y apoyada por un núcleo político que serviría de puente entre el ejército victorioso y el país.
Los que llevaban muchos meses de provocación y hostigamiento, los que habían incitado a los militares y a los partidos de derechas a sublevarse, tenían la esperanza de que ello fuese la gran ocasión esperada para acabar con la «democracia formal», los escrúpulos jurídicos, la «república burguesa», y lanzarse a la deseada revolución social (lo malo es que dentro de ese propósito latían dos distintas, que habían de desgarrarse mutuamente poco después).
Todos sabemos que las cosas no sucedieron así.
La sublevación fracasó; el intento de sublevarla, también. La prolongación de los dos fracasos, sin rectificación ni arrepentimiento, fue la guerra civil.
Si se la mira desde este punto de vista, creo que se puede comprender mejor su desarrollo.
Lo primero que hay que decir -porque es lo más grave, lo diferencial de esta guerra- es que en ella lo de menos fue la guerra.
Las víctimas de ella fueron secundariamente las bajas militares; lo decisivo fueron los bombardeos y, sobre todo, los asesinatos (con o sin ficción de ejecución legal).
Es decir, la lucha fue, más que contra la «zona» enemiga, contra los enemigos de la propia «zona»; y no contra los que ejercían actos de hostilidad, agresión o espionaje, sino contra los que se consideraban «desafectos» a una ortodoxia política definida arbitraria y estrechamente; y esta condición era previa a toda conducta concreta, inherente a la persona e irremediable.
Las personas pertenecientes a ciertas categorías-filiaciones políticas o incluso profesiones- no tenían escape; estaban perdidas, hicieran lo que hicieran; su única salvación era la huida o el ocultamiento.
En la zona que se llamó «nacional» y fue llamada por sus enemigos «facciosa», todo el que no se sumó al «movimiento» fue perseguido, normalmente (y desde luego en el caso de los militares) por rebelión.
Esta persecución se extendía a todos los afiliados a partidos del Frente Popular, pero no estaban seguros los radicales, ni los pertenecientes a la CEDA, ni los maestros, ni, por supuesto, los masones.
En la zona «republicana» («roja» para los enemigos), solamente los partidos del Frente Popular eran aceptados (los republicanos, meramente tolerados); todos los demás, aunque fuesen republicanos históricos, eran perseguidos; los falangistas, sin la menor esperanza de salvación; los sacerdotes, religiosos, monjas, etc., si no se escondían a tiempo eran exterminados.
En ambas zonas, todos los que no eran incondicionales eran sospechosos.
Las «depuraciones» dejaron sin puestos de trabajo a millares de personas a las que se consideraba «desafectas», aunque no hubiesen cometido ningún acto delictivo ni hostil; y la depuración hacía ingresar inmediatamente en la categoría de los sospechosos, sometidos a vejaciones y peligros.
La condición de militar retirado en una zona, de dirigente sindical en la otra, significaba el encarcelamiento y, con bastante probabilidad, la muerte.
Por supuesto, en la zona republicana, con la excepción del País Vasco, todo culto religioso fue prohibido, y los incendios de iglesias y conventos fueron frecuentísimos, en muchos casos realizados sistemáticamente.
En toda España se constituyeron tribunales («de guerra» o «populares») sin la menor garantía jurídica y de particular ferocidad; estaban compuestos, en un caso, por representantes de todos los partidos del Frente Popular y de las organizaciones sindicales; en el otro, por militares y representantes políticos.
Esto sin contar con las abundantísimas «checas» o sus equivalentes, absolutamente irresponsables, y con las «sacas» de las prisiones, con pretextos de traslados que solían ser al otro mundo.
No me interesa recordar el aspecto más horrible y siniestro de la guerra sino para recordar que fue un universal terrorismo, ejercido no sólo contra los enemigos, sino contra los que se podían considerar neutrales o incluso partidarios no fanáticos o incondicionales, dentro de la propia zona, lo cual significó un chantaje generalizado, que excluía toda crítica y todo matiz de posible disidencia. Así se llegó a la aceptación de todo (incluida la infamia), con tal de que fuese «de un lado».
La consecuencia inevitable fue el envilecimiento.
Nadie quería quedarse corto, ser menos que los demás en la adulación de los que mandaban o la execración de los adversarios.
Esto fue un poco menos compacto en la zona republicana, por su falta de disciplina y coherencia, que dejó un estrecho margen de «pluralismo».
Esta diferencia puede comprobarse en la actual publicación de los dos ABC: el republicano de Madrid y el franquista de Sevilla. La mentira, como puede verse allí mismo día por día, dominaba en ambos campos por igual.
Esta actitud, unida a la decisión de «pasar por todo», y en ocasiones al fanatismo -no siempre-, llevó a que la inmensa mayoría de lo que se escribió en ambas zonas fuese literalmente vergonzoso.
Es aleccionador, pero infinitamente penoso, leer lo que escribieron muchos que tenían pretensiones de intelectuales, literatos, profesores, eclesiásticos, hombres de leyes. Hubo excepciones, sin duda, de decoro literario, nobleza, generosidad y valentía; pero no pasaron de excepciones. En algunos casos, lo lamentable fue simple debilidad y amedrentamiento, y pasada la terrible prueba no siguió formando parte de la personalidad de sus autores; en otros significó una corrupción profunda que llevó hasta la denuncia, el aplauso a los crímenes propios o la calumnia.
Una de las pruebas de ese estado de abyecta sumisión es la feroz irritación que a ambos lados de las trincheras provocó todo aquel que se atrevía a discrepar de los dos bandos.
La hostilidad máxima se reservaba para los que no se sentían adscritos a ninguno de los dos beligerantes, no por indiferencia o desinterés, sino por considerar a ambos inaceptables.
El que se atrevía a resistir a la guerra era el enemigo de todos, contra el cual todo estaba permitido.
Por eso, tomar esta posición fuera de España -lo más frecuente- significaba desusada valentía; hacerlo dentro era pura y simplemente heroísmo, aunque fuese sin negar apoyo y colaboración a una de las causas beligerantes; el ejemplo más eminente fue el de Julián Besteiro.
Todo lo que he dicho hasta ahora me parece esencial para entender cómo fue posible que se llegara a la guerra civil.
Si no se tiene en cuenta, es completamente ininteligible que un pueblo como el español, de tan larga a ilustre historia, creador de una de las tres o cuatro grandes culturas modernas, en un momento de esplendor intelectual y literario, sin ningún problema objetivamente grave, no digamos insoluble, al día siguiente de lanzarse con entusiasmo a una nueva fase de su vida, de repente se encontrara con que no podía seguir conviviendo, se llenara de odio y se dedicase al exterminio de sus hermanos durante tres años.
Es menester recordar los pasos por los que se llegó a una situación mental colectiva que tenía muy poco que ver con la realidad; es decir, con la realidad si se omite el estado mental, que naturalmente era parte de la realidad española en 1936.
Quiero decir que, lejos de ser la guerra inevitable, su origen efectivo no fue la situación objetiva de España, sino su interpretación, se entiende, el desajuste de dos interpretaciones que, por una serie de voluntades y azares, llegaron a excluir a las demás y oscurecer cuanto era distinto a ellas.
Y esto es, literalmente, una anormalidad de la vida colectiva, que algún día podrá diagnosticarse con precisión, cuando se vaya, más allá de la psiquiatría, a una «bioiatría», a un conocimiento de la patología de la vida biográfica, individual y social.
Pero la realidad total de la guerra civil no se agota en lo que he dicho.
Una vez estallada, una vez iniciada, desde fines de julio de 1936, España estuvo en estado de guerra. Esta expresión es particularmente reveladora: la guerra es un «estado», algo en que se está.
Se vive dentro de la guerra, en su ámbito.
Las cosas se ordenan en otra perspectiva; el tiempo cambia de ritmo, emplazamiento, significación; pierden importancia muchas cosas, la adquieren otras; ciertas dimensiones de la vida humana, hasta entonces olvidadas, se ponen en primer plano-por ejemplo, el valor-; se altera el «umbral» de la inquietud, la inseguridad, el temor; surgen relaciones inesperadas, crueles o fraternales; los individuos dan la medida de sí mismos al estar expuestos á tensiones, tentaciones, peligros, esfuerzos; se conocen en dimensiones antes ignoradas.
La guerra civil es -se ha dicho mil veces- más cruel que ninguna otra, más dolorosa, porque introduce la división y el odio entre compatriotas, amigos, hermanos.
Su especial intensidad le viene de eso y de que es más inteligible -empezando por la lengua del enemigo, pero no sólo la lengua, sino todo el repertorio de creencias, usos, proyectos, esperanzas-, el no entenderse que lleva a la guerra procede de la distorsión de un entenderse, demasiado bien, que no se da en las guerras internacionales.
Julián Marias. ¿Cómo pudo ocurrir?.

Oposición a finales del Franquismo

La política se adelantó desde el lugar secundario que le pertenece hasta el primer plano, dominó el horizonte, eclipsó toda otra consideración.

En Europa, no se olvide, lo civil ha solido ser «gris», neutro, negativo (lo que no es militar ni eclesiástico), y esto ha determinado una pérdida de atractivo, un tremendo prosaísmo que ha sido el tono de la República francesa y de la alemana de Weimar (Max Scheler se dio cuenta perspicazmente de esto, y hay que poner en la cuenta de ese gris buena parte del éxito de las camisas rojas, negras, pardas o azules).
No se ha sabido casi nunca -en España, en 1931, desde luego no se supo- crear una imagen afirmativa y atractiva de la condición civil (y civilizada), de la libertad y la convivencia; tal vez sólo durante el liberalismo romántico, inspirado por una buena retórica eficaz y por la doble imagen de la bella reina regente María Cristina y la reina niña Isabel II.
Añádanse ahora -ahora, y no antes, porque no fueron decisivos- los problemas económicos, muy reales en el quinquenio que duró la República.
Mientras la Dictadura de Primo de Rivera (1923-29) se había beneficiado de la prosperidad, de la bonanza económica que parecía ilimitada y segura, la República vino a los dos años del comienzo de la depresión de 1929, precisamente cuando sus efectos se hicieron sentir en Europa (y provocaron una feroz crisis, que había de ser otra de las causas del triunfo de Hitler a comienzos de 1933).

Europa era bastante pobre; España lo era resueltamente; la mayor parte de la población -campesinos, obreros, clases medias urbanas- vivía con estrechez que los jóvenes de medio siglo después ni siquiera imaginan; la moderadísima elevación de precios afectó a la mayoría de la población, que carecía de holgura y de reservas; el paro se intensificó (el paro de entonces, sin seguridad social, sin el menor ingreso, que significaba la pobreza y aun la miseria, en ocasiones el hambre); las huelgas constantes aumentaron la crisis económica, mermaron la ya escasa riqueza, desalentaron la inversión, aumentaron el paro previo, desarticularon la economía; una reforma agraria demagógica y poco inteligente agravó la situación del campo.
Los extremos del espectro político no sintieron esta crisis, más bien la fomentaron: unos, porque el malestar fomentaba el descontento, y con él el espíritu revolucionario, que el bienestar hubiese mitigado o desvanecido; los otros, por una profunda y egoísta insolidaridad, por una esperanza de que el malestar económico y social impidiese la consolidación de la República, fieles al lema de «cuanto peor, mejor».
Se dirá que todo esto era muy grave y hacía presagiar una descomposición del cuerpo social; pero, a pesar de su importancia, estaba todavía muy lejos de la atroz realidad que es una guerra civil.
Se avanzó a ella por sus pasos, muy rápidos ciertamente.
El primero, la politización, extendida progresivamente a estratos sociales muy amplios, es decir, la primacía de lo político, de manera que todos los demás aspectos quedaban oscurecidos: lo único que importaba saber de un hombre, una mujer, un libro, una empresa, una propuesta, era si era de «derechas» o de «izquierdas», y la reacción era automática.
La política se adelantó desde el lugar secundario que le pertenece hasta el primer plano, dominó el horizonte, eclipsó toda otra consideración.
Ello produjo, en un momento de esplendor intelectual como pocos en toda la historia española, una retracción de la inteligencia pública, un pavoroso angostamiento por vía de simplificación: la infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a meros rótulos o etiquetas, destinados a desencadenar reflejos automáticos, elementales, toscos.
Se produjo una tendencia a la abstracción, a 1a deshumanización, condición necesaria de la violencia generalizada.
En una gran porción de España se engendra un estado de ánimo que podríamos definir como horror ante la pérdida de la imagen habitual de España: ruptura de la unidad (que se siente amenazada por regionalismos, nacionalismos y separatismos, sin distinción clara); pérdida de la condición de «país católico» -aunque el catolicismo de muchos que se horrorizaban fuese vacuo o deficiente-; perturbación violenta de los usos, incluso lingüísticos, del entramado que hace la vida familiar, inteligible, cómoda.

Frente a este horror, el mito de la «revolución», la imposición del esquema «proletario-burgués», la intranquilidad, la amenaza, el anuncio de «deshaucio» inminente -si vale la expresión- de todas las formas  de vida, estilos o clases que no encajasen en el esquema convencional.
Los españoles menores de sesenta años -y muchos mayores- deberían pasar algunas horas leyendo los periódicos de aquellos años, desde La Nación y ABC hasta Claridad y Mundo Obrero, sin olvidar demasiado El Debate, El Socialista, algunas revistas y, naturalmente, los periódicos de otras ciudades que no fuesen Madrid.
Añádase a esto el mimetismo de movimientos políticos extranjeros, la poderosa acción de los estímulos totalitarios: el comunismo de un lado, cuyo influjo va mucho más allá del minúsculo partido que usaba ese nombre, y se ejerce sobre todo dentro del partido socialista y de los sindicatos; el «fascismo» del otro lado, como término genérico, mucho más peligroso en su vertiente alemana que en la italiana (desde 1933, Mussolini irá a remolque de Hitler, y es el año en que se consolidan en España las tendencias que rara vez se denominarán «fascistas» por los que las defienden, pero sí «nacionalsindicalistas», de tan clara resonancia «nacionalsocialista».

¿No había otra cosa?
Sí.
Por una parte, grupos que buscan la «originalidad» en posiciones arbitrarias y arcaicas: carlismo, anarquismo.
Por otra, los que intentan defender una «democracia» que resulta débil por varias razones: por la figura borrosa de las llamadas «potencias democráticas» (Francia, Inglaterra), llenas de temor ante los Estados totalitarios, vacilantes, con poca generosidad y gallardía, oscilantes entre tendencias extremadamente reaccionarias y la aceptación de cualquier tipo de «Frente popular»; por el triunfo en todas ellas de un parlamentarismo excesivo, que impide a un poder ejecutivo fuerte enfrentarse con los problemas, y las expone a la dictadura; finalmente, por la política de concesiones que, antes y después de la guerra civil española, las llevará a una política reactiva, sin iniciativa y que desembocó en la segunda guerra mundial.
Yo añadiría todavía un factor más, que me parece decisivo para explicar la ruptura de la convivencia y finalmente la guerra civil: la pereza.
Pereza, sobre todo, para pensar, para buscar soluciones inteligentes a los problemas; para imaginar a los demás, ponerse en su punto de vista, comprender su parte de razón o sus temores.
Más aún, para realizar en continuidad las acciones necesarias para resolver o paliar esos problemas, para poner en marcha una empresa atractiva, ilusionante, incitante.
Era más fácil la magia, las soluciones verbales, que dispensan de pensar y actuar.
En vez de pensar, echar por la calle de enmedio.
Es decir, o los cuarteles o la revolución proletaria, todo ello según su receta. En otras palabras, las vacaciones de la inteligencia y el esfuerzo.

No se puede entender la situación española del cuarto decenio de este siglo si se la aisla del conjunto de la europea.
En 1931, según mis cálculos, se produce un cambio generacional; es el momento en que «llega al Poder» la generación de 1886 (los nacidos entre 1879 y 1893), y la de 1871 (en España, la llamada del 98) pasa a la «reserva», aunque conserve considerable influjo y prestigio.
Es el punto en que se inicia en toda Europa el fenómeno de la politización, y con él la propensión a la violencia.
No hay más que ver en una cronología detallada la serie de los sucesos en los años inmediatamente anteriores y posteriores a 1931 para ver cómo cambian de cariz, de fisonomía. Comienza a perderse el respeto a la vida humana.
Ese periodo generacional, que se extiende hasta 1946, es una de las más atroces concentraciones de violencia de la historia, y en ese marco hay que entender la guerra civil española.
Pero -se dirá- en otros países no se llegó a tanto.
La guerra mundial fue otra cosa, no propiamente una «discordia», una crisis eje la convivencia.
Además, muy probablemente fue «estimulada» por la guerra civil de España, que funcionó a un tiempo como «cebo» y «ensayo».
Todo esto es cierto, pero la consecuencia que de estas consideraciones hay que extraer es que en la guerra civil hubo un decisivo elemento de azar; que, contra lo que se ha dicho con insistencia, no fue necesaria, no fue inevitable.
Creo, por el Contrario, que la guerra civil hubiera podido evitarse de varias maneras, que había más de una salida a una situación sin duda difícil y peligrosa.
Julian Marías. ¿Cómo pudo ocurrir?

La República -sobre todo la palabra «República»- suscitó una oleada de entusiasmo, pero los republicanos fueron incapaces de mantenerlo.


La República -sobre todo la palabra «República»- suscitó una oleada de entusiasmo, pero los republicanos fueron incapaces de mantenerlo. Sus partidos eran excesivamente «burgueses» (en el mal sentido de la palabra, quiero decir prosaicos); eran también arcaicos, dependientes del siglo XIX, lastrados de viejos tópicos: anticlericalismo, vago federalismo, afición a las sociedades secretas, un tipo de «liberalismo» rancio, negativo y casi reducido a desconfianza del Estado, en una época en que la marea ascendente de su culto era a un tiempo el peligro más grave y la fuerza que había que orientar y aprovechar. Era imposible que los jóvenes se entusiasmaran por Ios partidos republicanos, y el republicanismo se encontró sin porvenir desde el primer día. Faltó una retórica inteligente y atractiva hacia la libertad, y su puesto vacío fue ocupado por los extremismos, por la torpeza y la violencia, donde los jóvenes creían encontrar, por lo menos, pasión. Ni siquiera las posiciones toscamente «izquierdistas» o «derechistas» lograron encender el entusiasmo mientras se mantuvieron en el área de la lucha política y dentro de los supuestos democráticos.

Los dos grandes partidos, los que de hecho llevaron las riendas del poder sucesivamente, fueron el socialista y la CEDA.
Los dos resultaron «aburridos», poco incitantes, «administrativos»; tuvieron mayorías -relativas- mecánicas, debidas sobre todo a la cosecha de hostilidades de signo contrario, pero sin vigor propio.
El partido socialista fue combatido ferozmente desde dentro, con una virulencia que los que no lo vieron no pueden imaginar, por el ala cuya expresión fue el diario Claridad.

Es decir, por un «socialismo» utópico y revolucionario, que desembocaba directamente en el comunismo -las Juventudes Socialistas Unificadas fueron el «ensayo general con todo» de la operación en curso-, hostil a la democracia, a los aliados «burgueses», fiado en la violencia, con programas inaceptables por todos los demás y, lo que es más, irrealizables en las circunstancias españolas.
En cuanto a las «derechas democráticas», fueron despreciadas por las más violentas, combativas y expeditivas, que tenían algún lirismo y capacidad de arrastre sentimental. Estos grupos más o menos «fascistas» eran minúsculos, pero tenían una ventaja inicial: eran juveniles, compuestos de estudiantes, familiarizados con la literatura, la poesía, los símbolos. Inclinados -como sus enemigos más opuestos-al estilo «militar» (si se prefiere, «militante»): himnos y banderas más que ficheros y estadísticas.

sábado, 27 de abril de 2013

Así defendió Albert Rivera la Nación española en el Parlament de Cataluña

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martes, 16 de abril de 2013

Plan de estabilización de 1959. El abandono de la Autarquía económica.




Desde mediados de los cincuenta, se hizo evidente que el modelo autárquico de desarrollo económico español de postguerra, no era viable.

El crecimiento económico de España necesitaba del exterior.
*.- España necesitaba importar productos energéticos y bienes de equipo. La industrialización era imposible sin una creciente importación de estos productos.
*.- Como consecuencia de estas importaciones, la balanza comercial española tuvo un saldo cada vez más negativo, al tiempo que la inflación se situaba en niveles muy elevados y los recursos financieros eran cada vez más escasos.

Para resolver esta situación, se planificó el cómo terminar con la autarquía:
*.- Liberalizando la economía española, reduciendo o eliminando la intervención del Estado en la misma.
En 1957 se empezaron a tomar las primeras medidas con el objetivo de resolver los problemas económicos existentes.
En 1959 se formuló un Plan de Estabilización , en síntesis preveía:
*.- la fijación de un cambio estable de la peseta con las otras divisas (el cambio en relación con el dólar se fijó en 60 pesetas, lo que en la práctica significó una devaluación de la peseta).
*.- la reducción del gasto público y la congelación del sueldo de los funcionarios.
*.- la moderación salarial para luchar contra la inflación.
*.- la reducción del intervencionismo del Estado en la economía.
*.- la liberalización de las importaciones y el fomento de las exportaciones.
*.- la estimulación de las inversiones extranjeras en España, excepto en  industrias de guerra, de servicios públicos y de actividades relacionadas con la información.

Estas medidas se complementaron en 1960 con la aprobación de un arancel muy proteccionista.
El Plan de Estabilización permitió, tras una breve recesión de dos años, un crecimiento espectacular de la economía española.
Entre 1960 y 1973 la economía española registró un nivel de crecimiento que sólo
fue superado por Japón.

Los efectos se dejaron notar a muy corto plazo:
*.- En 1959 se produjo un superávit de la balanza de pagos de 81 millones de dólares.
*.- Las reservas de divisas del Banco de España se incrementaron.
*.- La inflación se redujo desde el 12,6 por ciento en 1958 hasta el 2,4 por ciento en 1960.
*.- Incremento de la inversión exterior en España y del turismo.
*.- Mejora de las condiciones de competencia en el país y la incorporación de tecnologías.


Los efectos de la inflación en una economía son diversos, y pueden ser tanto positivos como negativos.
Los efectos negativos de la inflación incluyen la disminución del valor real de la moneda a través del tiempo, el desaliento del ahorro y de la inversión debido a la incertidumbre sobre el valor futuro del dinero, y la escasez de bienes. 
Los efectos positivos incluyen la posibilidad de los bancos centrales de los estados de ajustar las tasas de interés nominal con el propósito de mitigar una recesión y de fomentar la inversión en proyectos de capital no monetarios





Una recesión es un periodo de tiempo de duración mayor a doce meses durante el cual el porcentaje de crecimiento del Producto Interior Bruto de una economía es negativo.

¿Cuales son los síntomas que hacen pensar en una recesion?
Aumento del desempleo, ante la incapaciad de generar nuevos empleos porque no hay crecimiento; en el caso de un crecimiento negativo, aumentan los despidos.
Disminución del consumo, ya sea por el aumento de precios (inflación), o por la disminución de la capacidad de consumo (menos dinero, mayores tasas de interés en créditos, etc).
Aumento en la cartera vencida de los créditos, provocada por la falta de capacidad de pago de los deudores, que a su vez es provocada por la inflación y el aumento en tasas de interés.
Disminución del PIB, ya que disminuye el consumo.

lunes, 21 de enero de 2013

Vamos a la conquista del poder



Vamos a la conquista del poder
Francisco Largo Caballero - El Socialista, 25 de julio de 1933
«Compañeras y compañeros: Había hecho el propósito de no tomar parte en ningún acto semejante al que estamos celebrando durante el tiempo que estuviese desempeñando un cargo en el Gobierno de la República. Quería yo, después de salir del Gobierno, ponerme en contacto con la clase trabajadora española para darle a conocer mi experiencia dentro del Gobierno de la República y, además, para explicarle la legislación social de aquélla. Pero las circunstancias me han obligado a desistir de ese propósito, y, a requerimientos insistentes de la Juventud Socialista Madrileña, vengo hoy aquí; mas debo advertiros que lo que yo voy a decir hoy aquí no deshace, no prejuzga, no tiene casi nada que ver con lo que yo tenga que decir después de salir del Gobierno republicano.

Prólogo de otros actos análogos
Pudiéramos afirmar que este acto es el prólogo de los varios que yo pienso celebrar en España después de salir del Gobierno de la República. Considero de indispensable necesidad para la masa trabajadora española el difundir lo más exactamente posible lo que es la República española.

Naturalmente que al venir hoy aquí se ha producido, contra mi voluntad, una expectación, debida en buena parte a la gran imaginación del pueblo español, y por otra, a la mala fe de nuestros enemigos. Pero ya sabéis que yo soy, entre otras cosas, acaso no muy convenientes en política, hombre claro, hombre que procura no ocultar lo que piensa.

Ya sabéis que no soy orador, y, mejor que vosotros, lo sé yo. Es posible que en lo que yo diga hoy aquí pueda haber algo de diálogo, algo que no sea simplemente monólogo; pero esto no depende de mí, depende de las circunstancias. Yo tengo que advertir que si de lo que diga resulta algún diálogo, en mi intención no está, ni por lo más remoto, molestar a los que se consideren aludidos. Lo que yo diga lo diré con toda clase de consideraciones y de respeto para las personas.

Breve autobiografía
Parece que es costumbre, camaradas, que en estos actos -digo parece que es costumbre porque, como sabéis, llevo ya más de dos años si hablar en público- que el orador se haga una pequeña autobiografía, que exponga al auditorio un esquema de su personalidad política. Yo no os voy a molestar mucho en este particular. Sólo os voy a decir que hace cuarenta y tres años ingresé en la Unión General de Trabajadores de España, y en este marzo último hizo cuarenta años que empecé a militar en la Agrupación Socialista Madrileña. De mi actuación en las organizaciones donde he intervenido se os puede informar por ellas. No lo voy a hacer yo. Unicamente lo que quiero decir, lo que quiero hace constar, es que no soy un advenedizo a la organización política y sindical españolas, que yo no soy un aventurero en este movimiento político obrero, que yo soy un socialista, pero no por sentimiento simplemente, sino por convicción. Yo soy de los que protestan contra las injusticias sociales, de los que creen que el régimen que vivimos no es inmutable, que es no sólo susceptible de modificación, sino de sustitución por un régimen socialista, colectivista; soy de los que creen que para hacer esto no se precisa simplemente una mayor cultura, un mayor desarrollo económico de la sociedad, sino que es indispensable, y para mí fundamental, el que la clase trabajadora actúe con eficacia por medio de sus organizaciones políticas y sindicales para lograr el cambio de régimen. Es decir, que yo no he olvidado todavía aquellas palabras de Marx: «Proletarios de todos los países, unios.» «La emancipación de la clase trabajadora ha de ser obra de ella misma.»

Hecha esta presentación, debo manifestaros que tampoco aspiro a jefaturas de ninguna clase ni a ser director exclusivo de ninguna política; soy un compañero del Partido que expone sus ideas libremente, y luego, el que quiera, las acepta, y el que no, no. Esto en mí no es nuevo. En abril de 1930, en este mismo local, yo decía que a la clase trabajadora no le hacían falta jefes, ni le hacían falta pastores, sino que la clase trabajadora por sí misma haría aquello que más le conviniera y que considerara más justo.

Motivo fundamental del acto
Uno de los motivos por los que yo he venido aquí es porque me creía obligado a contribuir de esta manera al fondo para la rotativa; pero, además, y fundamentalmente, porque observo que el enemigo común va apretando el cerco y aumentando la agresividad contra nuestro Partido y contra nuestras ideas. Y este hombre, ya de algunos años -perdonadme la vanidad-, tiene el temperamento todavía joven y no está dispuesto, mientras él pueda, a contribuir, ni por acción ni por omisión, a que el enemigo pueda aumentar sus armas contra nuestras ideas o pueda manejarlas mejor contra nuestro Partido. Este es el motivo más fundamental que yo he tenido para venir hoy aquí.

He dicho que el cerco del enemigo común cada día se estrecha más. No es que a nosotros nos asombre el que esto suceda, porque estamos acostumbrados a acometidas de igual naturaleza, según se prueba con la historia de nuestro Partido y de nuestras organizaciones. Hace cuarenta y tres años, cuando yo ingresé en la organización, la agresividad existía, pero hoy ocurrirá lo mismo que les ocurrió el año 1930. Habiendo dicho yo aquí, en abril, las palabras que os he recordado, en octubre tuvieron que llamarnos para que cooperásemos al triunfo de la República. Y deben tener presente que las cosas no están tan llanas, que los obstáculos no han desaparecido, que las dificultades para la República persisten y que sin el Partido Socialista y sin la Unión no podrán defender con eficacia a la República. (Aplausos.)

Un momento histórico
Es ahora cuando pudiéramos decir que entramos ya en el tema de la conferencia. A pesar de las campañas de todo género que se hicieron contra nosotros, en octubre del año 1039 tuvieron que venir a solicitar del Partido y de la Unión General de Trabajadores la cooperación. momento histórico en nuestro país y momento histórico para nuestras organizaciones. A partir de él se plantea una cuestión que yo me voy a permitir tratar, aunque sea brevemente, porque no quiero mortificaros mucho con mi palabra. (Denegaciones.) La cuestión de si el Partido Socialista y la Unión deben o no tomar parte en la revolución española. Y el Partido Socialista y la Unión, por medio de sus representantes, acuerdan que sé, que deben tomar parte en la revolución. ¿Y cuándo y cómo lo acuerdan? ¿Es que el acordar esto era una cosa extraordinaria? ¿Era una cosa que estaba fuera de los cálculos de nuestro Partido, de la táctica de nuestro Partido? Leed nuestro Programa y veréis que en el Programa mínimo la primera cuestión que se plantea es «supresión de la monarquía». Es decir, que el Partido Socialista tiene como primer punto en su Programa mínimo, no en el máximo, sino en el mínimo, la supresión de la monarquía. El Partido Socialista, por ese Programa acordado en nuestros Congresos, estaba en la obligación de trabajar, de desarrollar sus actividades, para suprimir la monarquía española. ¿Cómo lo había de hacer? ¿El Partido sólo? ¿El Partido en colaboración con otros elementos? Eso dependería de las circunstancias. El Programa no dice cómo, pero es sabido de todos que las circunstancias son las que obligan a una conducta, a una táctica.

La condición no aceptada
Nosotros siempre habíamos afirmado, siempre habíamos defendido la supresión de la monarquía española, hasta el extremo de que hemos sido censurados, criticados injustamente por muchos elementos que se llaman afines, porque durante la dictadura de Primo de Rivera no hemos atendido sugestiones que se nos hacían por ciertos elementos, que luego fueron a la Asamblea de Primo de Rivera, para contribuir a movimientos que llamaban revolucionarios. Y cuando les poníamos condiciones como ésta: Que nosotros no iríamos a ningún movimiento si no era para derribar la monarquía española y, además, que no admitíamos un cambio de dinastía, que había de ser forzosamente para instaurar la República, esos elementos no aceptaron nunca de plano nuestras condiciones; esos elementos nos decían siempre que lo primero que habría que hacer era poner al Rey en tal o en cual sitio de nuestro país, con todas las garantías de seguridad, para que luego el país resolviese lo que creyese oportuno. Otros nos hablaban de un Rey constitucional, como si no se llamase así al que fue Rey de España. En una palabra: que ninguno de los elementos que se acercaron a nosotros iba de una manera clara, terminante, a derribar la monarquía española. La mayor parte -y ahora explicaré por qué la mayor parte- se refería, se conformaba con derribar al que llamaban el dictador: Primo de Rivera. Nosotros entendíamos que el verdadero dictador era Alfonso XII (Muy bien.) Y que el otro era un agente del segundo, y que lo que había que hacer era derribar al patrono, con lo que su agente quedaba anulado y fuera de servicio.

Cómo fuimos al Comité revolucionario
Algún elemento no se negaba en absoluto a esto que nosotros pedíamos; pero hay que reconocer que en el conjunto de esos elementos había alguno que no inspiraba a nuestro Partido la confianza suficiente para colaborar con él. Siempre lo dijimos: Cuando el Partido Socialista vea que se le requiere formal y seriamente, con garantías posibles de poder transformar el régimen monárquico en República, el Partido Socialista ayudará a ello con la Unión General de Trabajadores de España. ¿Y qué ocurrió? Pues que un día, en octubre de 1930, se acercaron a nuestro Partido representantes que a juicio nuestro ofrecían esas garantías de seriedad y de lealtad para ir al movimiento. En cuanto se presentaron, reconocimos que era el momento en que el Partido debía decidirse a cooperar en la revolución. Y así lo hicimos, sin titubeo ninguno. Fuimos al Comité revolucionario. Estando en él (no olvidéis esto que os estoy manifestando, para que saquéis después las consecuencias), se nos dijo: «Es preciso que el Partido tenga representantes en el Gobierno provisional. Si esto no se hace, tenemos fundamentos para decir que la revolución será imposible ahora.» Es decir, que los mismos elementos que nos invitan a tomar parte en la revolución, nos dicen: «Si no hay representantes del Partido Socialista en el Gobierno provisional, no podemos responder de que la revolución se verifique.» Y no solamente los hombres que estaban en el Comité revolucionario, sino otros elementos que habían ofrecido su cooperación a la revolución, vienen y nos dicen: «Si ustedes, socialistas, no forman parte del Gobierno, no es fácil que la revolución se realice.» En esa situación, nosotros acordamos participar en el Gobierno provisional. Y aquí se nos plantea ya la cuestión de la colaboración ministerial.

El problema de la participación
Yo tengo que decir, con todos los respetos, que me parece que se ha tergiversado un poco el problema de la participación ministerial; que el caso de España, que el caso nuestro no es el caso que se plantea en la mayor parte de los países sobre la participación ministerial, porque España no estaba en una situación normal. Nosotros no hemos ido a participar en un Gobierno republicano dentro de una situación normal. Nosotros hemos ido a una revolución, nosotros hemos participado en ella y hemos ido a un Gobierno revolucionario; no es la participación ministerial corriente, normal, que no se nos ha planteado a nosotros en el Partido Socialista español todavía el problema en la parte fundamental, que pudiera ser discutible, de la participación en Gobiernos burgueses; eso está todavía virgen en nuestro Partido; eso no está decidido en nuestro Partido. Lo que está decidido es participar en un Comité revolucionario, en un Gobierno provisional que hace la revolución. Y después, ¿qué ocurre? Pues que este Gobierno provisional, en lugar de hacer lo que han hecho muchos Gobiernos provisionales, estar meses y meses gobernando con amplias facultades, se apresura a normalizar la situación, en vista de cómo se proclamó la República en España; se apresura a constituir un Parlamento. Cuando se va a las elecciones nos encontramos con que nuestro partido lleva a la Cámara más de 100 diputados, constituyendo el grupo más numeroso del Parlamento.

La victoria electoral y sus consecuencias
Situación del partido: contribuye a la revolución, forma parte del Gobierno provisional, se va a las elecciones y el grupo más numeroso es el socialista. Cuando con unas elecciones generales realizadas con la mayor pureza, el partido socialista resulta ser el más numeroso de la Cámara, ¿es el momento de abandonar el Gobierno? Los votos obtenidos por nuestros representantes en el Parlamento, ¿querían decir que debíamos dejar de participar en el Gobierno? (Varias voces: No.) Yo no hago la pregunta para que se me conteste, sino para que se la conteste a sí mismo cada uno. ¿Qué se hubiera dicho del partido socialista si en el momento de llevar a las Cortes ese grupo parlamentario declara: «Nosotros nos vamos del Gobierno»? «¿Y qué van ustedes a hacer?» «Vamos a hacer lo que hacen todas las oposiciones.» «¿Y con quién se forma Gobierno?» ¿Es que no supondría para el partido una gran responsabilidad haber abandonado entonces los sitios que ocupaban los representantes del partido, produciendo, como es natural que se produjese, un gran trastorno político en nuestro país, negando la cooperación en el Gobierno? N creo que eso se le pudiera ocurrir a nadie. Y seguimos en el Gobierno. Y estando en el Gobierno, nosotros tenemos el deseo y el interés de que esta República, traída por republicanos y socialistas, no sea lo que fue la primera República; deseamos que sea una República que se consolide, una República que se estructure políticamente. Para ello había que aprobar una Constitución. Cooperamos a la discusión y a la votación de la Constitución de la República.

La Constitución y las leyes complementarias
Cuando esto se hace las derechas empiezan ya a intranquilizarse. Y comienzan a amenazar, a hablar de revisión de la Constitución. Cuando esto sucede, los socialistas y los republicanos que han traído la República por medios revolucionarios dicen: «¡Ah! No es bastante haber hecho una Constitución, porque esta Constitución puede ser falseada después en las leyes complementarias; hay que hacer las leyes complementarias, porque si ahora dejamos el camino libre al enemigo, a los de la derecha, en las leyes complementarias desvirtuarán todo el sentido revolucionario que pueda tener la Constitución. (Muy bien) Y nosotros hicimos el propósito de que, ocurriese lo que ocurriese en España, primero se aprobaría la Constitución, y después, las leyes complementarias.

Así, vimos durante toda esta etapa acometidas de la extrema izquierda que vosotros conocéis. Y un Gobierno al cual repugna tener que emplear la violencia contra nadie, se ve obligado, para defender la República, a emplearla. Con todo el dolor de nuestro corazón tuvo que hacerse. Pero ¿para qué? ¿En nombre de qué, en aras de qué? En aras del régimen republicano.

Vienen acometidas de la derecha, y con la misma consciencia el Gobierno republicano repele esos movimientos y defiende a la República.

El porqué de los sacrificios colectivos
Viene la oposición parlamentaria, y el Gobierno resiste. ¿En aras de qué? ¿En aras del puesto, del asiento que cada uno de nosotros tuviera en el Gobierno? Comprenderéis que en toda esta etapa de dos años a nadie le puede agradar el tener que ocupar puestos como éstos para verse obligado a proceder como ha tenido que hacerlo el Gobierno de la República. Pero había algo que estaba por encima de nosotros mismos: el compromiso de que la segunda República española no muriese como murió la primera. (Muy bien. Grandes aplausos.) Y para eso había que hacer sacrificios, no sacrificios personales, sino colectivos. Muchos; nadie los ha hecho mayores que el partido socialista y la Unión General de Trabajadores de España. Nadie mayores; pero, camaradas, ¿qué sacrificios hubiéramos tenido que hacer si hubiésemos dejado morir la República, si ésta hubiera caído en manos de los elementos de la derecha o hubiese habido una restauración monárquica? Todo lo que haya que sacrificar durante el tiempo de la consolidación de la República, personal y colectivamente, hay que sufrirlo, porque de esta manera habremos contribuido desinteresadamente, como siempre, a la victoria del nuevo régimen. Y tendremos derecho, supongo que tendremos derecho, a pedir respeto y consideración para nuestro Partido y nuestras organizaciones. (Aprobación.)

El problema de la participación no está prejuzgado
Por consiguiente, la participación ministerial durante la revolución y durante la consolidación de la revolución, no es para mí el problema de la participación en el Poder. Yo entiendo que eso no prejuzga para nada la actitud que el partido socialista pueda adoptar en el porvenir sobre esta cuestión. Tendrá que proceder según las circunstancias. ¡Quién sabe si puede darse el caso, y es posible que se dé, de que en determinado momento algunos de los que hoy no están conformes con la participación en el Poder durante el movimiento revolucionario y consolidación de la República, defiendan la participación en el Poder en otro momento, y los que hemos ido a la participación del Poder en estos momentos nos opongamos a la participación en el Poder! (Muy bien.) Porque eso dependerá, como he dicho antes, de las circunstancias, de los momentos políticos, que no están sujetos a nuestra voluntad. Eso no es una cuestión de principio. Eso es una cuestión de táctica. Y nadie puede hipotecar el porvenir sobre este particular; yo no lo hipoteco. Yo quedo, después de salir del Gobierno de la República, en absoluta libertad para mantener mi criterio sobre la participación o no participación en el provenir. Hoy estamos cumpliendo un deber histórico. Por consiguiente, quedamos, al menos yo, en que esto de la participación en el Poder hoy no prejuzga para nada nuestra posición en el porvenir.

Algunas consideraciones más sobre la participación
Conviene decir algunas palabras sobre lo que pueda significar la colaboración ministerial. He dicho hace un momento que no podemos hipotecar nuestro pensamiento, nuestro actitud para el mañana, porque el desarrollo político en nuestro país nos puede conducir a situaciones que nos obligasen a rectificar lo que hoy dijésemos. Yo no puedo olvidar que en un Congreso, no recuerdo bien si fue del Partido o de la Unión General de Trabajadores, habiendo monarquía, alguien habló también incidentalmente de la participación en el Poder. Yo salí inmediatamente al encuentro, diciendo: «No me parece oportuno plantear la cuestión, porque aun dentro de la monarquía pudieran darse casos tan difíciles que, bien a nuestro pesar, nos obligasen a participar en el Gobierno.» Era cuando la guerra de Marruecos. Algún jefe de partido que era republicano, que luego se pasó a la monarquía y que hoy parece que es republicano otra vez (Grandes aplausos), tenía entonces la ilusión de que iba a ser llamado a Palacio para formar Gobierno. Y en seguido mandó a amigos suyos a sondear a los hombres del partido y a preguntarles si colaborarían en un Gobierno formado por él, con elementos, naturalmente, nuevos dentro de la monarquía, con una condición: con la condición de que ellos terminaban la guerra de Marruecos. Cuando esta sugestión se hizo, ya dió que pensar entonces, porque en aquella época era cuando nosotros hacíamos la campaña contra la guerra de Marruecos, era cuando caían a centenares en Africa los proletarios, cuando toda la opinión pública española estaba contra aquella acción guerrera. Aquello podía ser un lazo de la monarquía para meternos dentro de un Gobierno monárquico; pero el hecho era que se ofrecía que si colaboraban los socialistas en aquel Gobierno, la guerra de Marruecos terminaría. Y una de dos: o participábamos en el Gobierno para terminar la guerra de Marruecos, o se nos podía hacer responsables de que la guerra de Marruecos continuara. Recuerdo, y perdonad estas disgresiones, que a la persona que a mí me habló yo le dije: «Y del Ejército, ¿qué van ustedes a hacer?» «Mire usted -me respondió-, en eso no hemos pensado.» «¡Ah, no! Yo no sé lo que hará mi partido; pero yo digo que mientras el Ejército esté como está, ni el rey ni ustedes podrán hacer nada, y la guerra de Marruecos no terminará. Si ustedes no ponen mano en el Ejército y echan fuera de él a los principales culpables de la guerra de Marruecos, la guerra de Marruecos no termina. Yo no sé qué les dirán a ustedes mis compañeros, pero yo les digo que es seguro que sin una garantía de una reforma radical en el Ejército, echando a la calle a los generales principalmente culpables de esa guerra, no podrá haber posibilidad de contar con nuestra colaboración.» Resultado de todas estas conversaciones fue que no nos volviesen a hablar más del asunto. Indudablemente, cuando se planteó la cuestión, que debió plantearse, referente al Ejército, no quisieron atenderla.

La revolución hizo pensar y decidir
Ya en aquella ocasión el problema de la participación en el Poder hacía pensar despacio. Vino la revolución; hizo pensar y decidir. No sabemos lo que podrá ocurrir mañana. Como en el Congreso del partido dije yo, o nosotros actuamos en política, o no actuamos. Y si actuamos en política, nosotros podemos llevar al Parlamento un grupo de tal importancia que o seamos nosotros los que vayamos a colaborar con los burgueses, sino que puede que tengamos que decir a los burgueses que vengan a colaborar con nosotros. Esto no creo que sea una quimera, porque la medida del progreso que en el orden político puede tener nuestro partido no podemos calcularla. Nuestra obligación es luchar políticamente con entusiasmo, con decisión y con eficacia, y al hacer esto no sabemos hasta dónde podemos llegar y en qué medida podemos superarnos. Y nos podemos encontrar ante una situación en que pudiera suceder esto que yo he dicho ahora, que puede parecer a alguien un absurdo. Pues bien, repito, lo de la participación en el Poder no está, para mí planteado.

Y con motivo de todo esto, entramos en la lucha política, entramos en el Gobierno; pasan los primeros meses, se elabora la Constitución, e inmediatamente surgen elementos dentro de la República, dentro del campo republicano, pidiendo que se marchen los socialistas del Poder.

Eso lo diremos nosotros
Tengo que declarar aquí que me parece poco reflexiva esa actitud. Yo creo que esos elementos (no me refiero a los que llaman ahora cavernícolas, que ésos, para mí, no cuentan; me refiero a aquellos que se llaman afines) no reflexionan cuando dicen que los socialistas deben marcharse del Poder, que deben marcharse del Gobierno. No se trata aquí, ni por parte de ellos ni por nuestra parte, de que estemos, como suelen creer muchas gentes, disfrutando de ciertas prebendas dentro de un cargo ministerial, o que lo pueden disfrutar ellos. Eso es muy pequeño, no vale la pena siquiera de discurrir un segundo sobre ello. No; hay que mirar más alto. A estoa elementos republicanos que piden, que solicitan, que hacen campañas en la prensa, y en los mítines, y en los pasillos del Congreso para que los socialistas salgan del Gobierno, yo les voy a plantear la siguiente cuestión: que salgan los socialistas del Gobierno..., ¿por qué? ¿Es que la República está tan segura, tan fuerte, tan sólida en sus cimientos que ya no le hace falta la colaboración de los socialistas? ¿Lo afirman? ¿Están convencidos? Yo me permito afirmar aquí que a la República española le hace falta todavía el apoyo, la colaboración del partido socialista y de la Unión General de Trabajadores. Si hay alguien en el otro campo que crea lo contrario sinceramente, que no le guíen en sus afirmaciones pequeñas razones políticas o de amor propio o ambiciones, que lo entienda así, que lo pueda probar, que lo afirme públicamente. ?No hace falta ya la colaboración socialista a la República¿ ¿Ya está firme? ¿Ya está en plena salud? ¿Ya no tiene que temer nada de nadie? ¡Quien sabe si a estas fechas los hechos habrán demostrado ya todo lo contrario! (Gran ovación.)

Pero, además, vamos a aceptar la hipótesis de que la República está tan firme y que, como ellos, creen, no precisa de la colaboración socialista para que siga adelante. ¿Pero es para esos menesteres para los que nos tienen a nosotros? ¿Pero qué concepto se tiene del partido socialista y de la Unión General de Trabajadores? ¿Pero qué concepto se tiene de estos organismos, que se cree que no pueden colaborar en un Gobierno, aunque sea contra la voluntad de los socialistas, sino hasta el momento en que la República se consolide? Eso lo podremos decir nosotros, pero no ellos. (Muy bien.) Eso lo diremos nosotros pero no ellos.

Vamos a la conquista del poder
Además, hay quien dice: «Ya la República está en marcha, y, como es República, debemos gobernarla los republicanos. (Risas.) ¿Pero qué somos nosotros? ¿Es que porque somos socialistas no somos republicanos? Hace poco hacía referencia al primer punto de nuestro programa mínimo: supresión de la monarquía. Nosotros, por ser socialistas, somos republicanos; si es simplemente por el título de republicanos, tenemos el mismo derecho que puede tener otro cualquiera a gobernar el país. Pero hay quien dice: «No, no; ustedes son un partido de clase. Y como son un partido de clase, no pueden, no deben ustedes gobernar con los partidos republicanos.» ¿Qué significa esta declaración? Porque nosotros no negamos que defendemos a la clase trabajadora principalmente, al mismo tiempo que defendemos los intereses generales del país. Pero esa declaración quiere decir que si nosotros somos defensores de los intereses de la clase obrera, ellos serán defensores de los intereses de la clase burguesa. Si nosotros, por defender más principalmente los intereses proletarios, estamos incapacitados de gobernar los intereses del país, los del lado contrario estarán, a la inversa en la misma situación. Claro que no es ésa la realidad; la realidad es todo lo contrario, pues en un Gobierno como el actual se hace una política de transacción. Pero ellos argumentan así: somos un Partido de clase. ¿Qué quiere decir eso? ¿Es que a la clase obrera no se le va a permitir gobernar, siempre que lo haga con arreglo a la Constitución y a las leyes del país? ¿Es que se le repudia, por ser clase obrera, para la gobernación del Estado, si esta clase obrera procede con arreglo a la Constitución y a las leyes vigentes? ¡Ah!, esto es muy grave. ¿Es que vamos a volver otra vez a los partidos legales e ilegales, ya que no en la Constitución, en la práctica de cada día? A nuestro Partido, por ser partido obrero, partido de clase, como ellos dicen, ¿se le repudia para la gobernación del Estado, permitiéndolo la Constitución, permitiéndolo las leyes? ¿A dónde se le empuja? De una manera inconveniente, están haciendo una labor anarquizante que asombra. Nosotros vamos a la conquista del Poder. (Muy bien. Gran ovación.) Si vamos a la conquista del Poder, nuestro propósito es lograrlo según la Constitución nos lo permite, según las leyes del Estado nos lo consientan.Encuesta
Juan Negrín (Las Palmas de Gran Canaria, 3 de febrero de 1889 - París, 12 de noviembre de 1956). Fisiólogo y político español, Presidente del Gobierno de la Segunda República Española, uno de los personajes más controvertidos de la Guerra Civil Española.

Hijo primogénito de un próspero y muy religioso hombre de negocios (un hermano fraile y una hermana monja), Negrín estudió las primeras letras en su ciudad natal en el colegio privado La Soledad y obtuvo las máximas calificaciones en el Bachillerato, a la edad de 14 años. En 1906 su padre le envió a estudiar medicina a Alemania. Comienza la carrera de Medicina a los quince años, primero en la Universidad de Kiel y luego en la de Leipzig, vinculándose a la Escuela de Fisiología de esta última, dirigida por Ewald Hering. En 1912, a los veinte años, obtuvo el grado de Doctor. Trabajó como asistente numerario en la misma Universidad y con la movilización de sus superiores durante la Primera Guerra Mundial asumió nuevas responsabilidades docentes. En este tiempo aprendió inglés, alemán y francés, y tradujo del francés al alemán L´Anaphylaxie de Charles Richet.

El 21 de julio de 1914 contrajo matrimonio con María Fidelman Brodsky, pianista e hija de una familia acomodada rusa exiliada que vivía en Holanda. El matrimonio tuvo cinco hijos, de los que sobrevivieron tres de ellos: Juan, Rómulo y Miguel.

Regresó a España en 1916, y ocupó la dirección del Laboratorio de Fisiología General en Madrid, por entonces situado en los sótanos de la Residencia de Estudiantes. En 1919 convalidó su título de Licenciado de Medicina y Cirugía y al año siguiente realizó su tesis doctoral: "El tono vascular y el mecanismo de la acción vasotónica del esplácnico". Obtuvo la cátedra de Fisiología de la Universidad Central de Madrid en 1922, cargo desde el que creó una escuela de fisiología de renombre mundial. Fue maestro, entre otros, de los profesores Severo Ochoa (galardonado con el premio Nobel de Fisiología y Medicina) y Francisco Grande Covián. Ingresó en el Partido Socialista Obrero Español durante la dictadura de Primo de Rivera, y fue diputado por Las Palmas a partir de 1931. En 1934 le dieron la excedencia por su condición de diputado.

Nombrado ministro de Hacienda en septiembre de 1936 en el gobierno de Largo Caballero, tras la dimisión de mismo el 17 de mayo de 1937 el Presidente de la República Manuel Azaña le nombró Presidente del Gobierno, acción que causó una gran sorpresa en la España republicana.

Al frente de Hacienda, hizo aprobar y supervisó la evacuación, para depositarlas en lugar seguro y fuera del alcance de los nacionales, de gran parte de las reservas de oro del Banco de España 460 de las 635 toneladas de oro fino hacia Cartagena, y enviadas luego a Moscú (el célebre Oro de Moscú de la propaganda franquista), para servir a la financiación de la adquisición de suministros militares y civiles y el pago de comisiones. Al decir de Francisco Largo Caballero: «¿De esta decisión convenía dar cuenta a muchas personas? No. Una indiscreción sería la piedra de escándalo internacional (…) Se decidió que no lo supiera ni el Presidente de la República, el cual se hallaba entonces en un estado espiritual verdaderamente lamentable, por consiguiente sólo lo sabía el Presidente del Consejo de Ministros (es decir, el propio Largo), el Ministro de Hacienda (Negrín) y el de Marina y Aire (Indalecio Prieto). Pero los dos primeros serían los únicos que se habían de entender con el Gobierno de Rusia». (FPI, AFLC XXIII, p. 477).

La decisión de enviar el oro a Moscú estaba relacionada con el pago de armamento a la Unión Soviética. Según la propaganda franquista, la operación era un robo porque las mencionadas reservas no eran propiedad del Gobierno de la República -del Tesoro Público- sino del Banco de España, que no sería nacionalizado hasta la promulgación del Decreto-Ley 18/1962, del 7 de junio de 1962. El Banco de España no era, pues, banco nacional, sino una sociedad anónima por acciones cuyas relaciones con el Gobierno estaban regidas por una Ley (Ley de Ordenación Bancaria del 29 de diciembre de 1921, refundida el 24 de enero de 1927 y modificada por Ley de 26 de noviembre de 1931) que no autorizaba a este último a disponer de las reservas de oro, más para ejercer una acción interventora con relación a la estabilidad cambiaria de la peseta. Sin embargo, la sublevación militar y la guerra civil justificaron la alteración el curso de la legalidad normal republicana, como cita expresamente el decreto, y la dimensión de la operación, su confidencialidad y aparente secretismo.

Negrín convirtió el cuerpo de Carabineros en una unidad de elite mandada por hombres de su confianza, perfectamente equipada, con intendencia especial, equipamiento sanitario de primer orden y exclusivamente a sus órdenes. Una especie de ejército privado que pronto fue conocido popularmente como los “Cien mil hijos de Negrín”. Su misión, con Rafael Méndez al frente, era evitar la infiltración comunista. Incautaron bienes con los que Negrín formó un inmenso tesoro que al término de la guerra se transportó a México en un yate de lujo de 690 toneladas fletado expresamente, el Vita, anteriormente conocido como Giralda, yate real de Alfonso XIII. La historiografía franquista ha acusado tradicionalmente a Negrín de utilizar esos fondos en beneficio propio. La intención de Negrín era utilizar ese dinero para financiar el flete de barcos para el traslado de exiliados republicanos a México. Para ello, organizó el SERE (Servicio de Evacuación a los Republicanos Españoles). Sin embargo, Indalecio Prieto entendía que era más apropiado destinar ese dinero a la ayuda directa de los refugiados (en comida, etc.), creando la JARE (Junta de Ayuda a los Refugiados Españoles). A la llegada del Vita a Veracruz, Prieto se apoderó del barco, iniciando una larga y amarga disputa con Negrín.

A pesar de las acusaciones de dictatorial que lanzaron sus enemigos y detractores como Diego Abad de Santillán, según los soviéticos como Ernö Gerö "el gran enemigo de la situación es el pluralismo que mantiene Negrín en el Frente Popular".

También en palabras del anarquista Diego Abad de Santillán: Tenía la llave de la caja y lo primero que se le ocurrió en materia de finanzas fue crearse una guardia de corps de cien mil carabineros. No hemos tenido nunca 15.000 carabineros cuando disponíamos de tantos millares de costas y de fronteras, y el Dr. Negrín, sin fronteras y sin costas, ha creído necesario — ¿para asegurar su política fiscal? — un ejército de cien mil hombres. El delito de los que consintieron ese desfalco al tesoro público merece juicio severísimo. Y los que han tolerado sin protesta esa guardia de corps de un advenedizo sin moral y sin escrúpulos, también deben ser responsabilizados, por su negligencia o su cobardía, de ese atentado al tesoro y a las conquistas revolucionarias del pueblo, que a eso se reducía, en última instancia, esa base organizada y bien armada de la contrarrevolución.

Según Largo Caballero: El señor Negrín, sistemáticamente, se ha negado siempre a dar cuenta de su gestión, (…) de hecho, el Estado se ha convertido en monedero falso (...) Desgraciado país, que se ve gobernado por quienes carecen de toda clase de escrúpulos (...) con una política insensata y criminal han llevado al pueblo español al desastre más grande que conoce la Historia de España. Todo el odio y el deseo de imponer castigo ejemplar para los responsables de tan gran derrota serán poco. (FPI, AFLC XXIII, p. 477).

Negrín no conoció el asesinato de Andreu Nin y de la plana mayor del POUM hasta después de los hechos. Es cierto, sin embargo, que intentó pasarlo por alto para seguir contando con la ayuda de los soviéticos. Bajo su gobierno se produjeron algunos desmanes cometidos por comunistas y anarquistas. Se le acusó de corrupto y despilfarrador siendo los casos más sonados los de la Comisión de Compras de París y la CAMPSA Gentibus.

Según sus enemigos, su vida parece haber distado mucho de la sobriedad. Indalecio Prieto señala su excesiva afición a la comida, la bebida y la compañía femenina, llegando a afirmar que cenaba hasta tres veces, bebía las botellas de dos en dos (champaña a ser posible, pero sin hacerle ascos al vino) y que prefería acostarse con las mujeres también a pares [cita requerida]. Dice Abad de Santillán: Lo único público de la vida de este hombre es su vida privada, y ésta, sin duda alguna, dista mucho de ser ejemplar y de expresar una categoría de personalidad superior. Una mesa suntuosa y superabundante, vinos y licores sin tasa, y un harén tan abundante como su mesa completan su sistema (...) Ni es persona de inteligencia ni es hombre de trabajo (...) Negrín es un holgazán. Su dinamismo se agota en ajetreos inútiles, en festines pantagruélicos y harenes sostenidos por las finanzas de la pobre República. (…) Este hombre no ha trabajado nunca (...) Intelectualmente es una nulidad, moralmente es un nuevo rico...

El primer acto político importante del nuevo Gobierno Negrín fue la publicación el 30 de abril de 1938 del documento donde formulaba su programa político. Eran los famosos "Trece Puntos", que establecían y concretaban los objetivos por los cuales se continuaba la lucha y sobre los cuales podía establecerse un principio de acuerdo con los nacionales:

1. La independencia de España.
2. Liberarla de militares extranjeros invasores.
3. República democrática con un gobierno de plena autoridad.
4. Plebiscito para determinar la estructuración jurídica y social de la República Española.
5. Libertades regionales sin menoscabo de la unidad española.
6. Conciencia ciudadana garantizada por el Estado.
7. Garantía de la propiedad legítima y protección al elemento productor.
8. Democracia campesina y liquidación de la propiedad semifeudal.
9. Legislación social que garantice los derechos del trabajador.
10. Mejoramiento cultural, físico y moral de la raza.
11. Ejército al servicio de la Nación, estando libre de tendencias y partidos.
12. Renuncia a la guerra como instrumento de política nacional.
13. Amplia amnistía para los españoles que quieran reconstruir y engrandecer España.
La oferta fue rechazada por Franco, que exigió hasta el final una rendición incondicional. Frustrado el intento de lograr la paz, Negrín reforzó sus poderes e impulsó una nueva y gran ofensiva, que fue un desastre para los republicanos. Si cuando se hizo cargo del poder, en Mayo de 1937, todavía era concebible una victoria del Frente Popular, a un año vista, la gestión militar del gobierno Negrín había sido un lamentable rosario de fracasos. Se habían perdido las batallas de Brunete, Belchite, todo el Norte, Teruel, Alcañiz, Lérida, Tortosa y Vinaroz (Batalla del Ebro), quedando cortada en dos la España republicana.

Trasladó el Gobierno a Barcelona (octubre de 1937), y en abril de 1938 reorganizó su gobierno (en el que acumuló la cartera de Defensa, que ostentaba Prieto), con el apoyo de la CNT y de la UGT. Negrín pretendió fortalecer el poder central frente a sindicatos y anarquistas, aliándose con la burguesía y clases medias, tratando de poner coto al movimiento revolucionario y creando una economía de guerra. Llevó a cabo una política de fortalecimiento del Ejército y del poder gubernamental, puso la industria bajo control estatal e intentó organizar la retaguardia. Disconformes con su centralismo, el 16 de agosto de 1938 dimitieron los ministros Irujo y Ayguadé. El 21 de septiembre de ese mismo año anunció la retirada de las Brigadas Internacionales, esperando una acción recíproca de los voluntarios italianos en el bando nacional. Todo ello tenía la intención última de enlazar el conflicto español con la Segunda Guerra Mundial, que creía inminente, aunque los Acuerdos de Munich hicieron desvanecer definitivamente toda esperanza de ayuda exterior.

Anthony Beevor afirma que Negrín trató de restringir la actividad política por medio de la censura, destierros y detenciones de modo parecido a como lo hacía la maquinaria estatal franquista. Sin embargo, la mayoría de los simpatizantes de la República en el exterior, que habían defendido su causa porque era la causa de la libertad y la democracia, callaron ante los desmanes de las policías secretas.

Ante el derrumbe de Cataluña, propuso en la reunión de las Cortes en Figueras la rendición con la sola condición del respeto a las vidas de los perdedores, pero al no poder alcanzar este objetivo se trasladó en febrero de 1939 a la zona Centro con la intención de lograr la evacuación con el mismo éxito con que se había realizado en Cataluña, pero la rebelión del Consejo Nacional de Defensa frustró este último plan. Estaba integrado por reconocidos héroes republicanos: el general José Miaja, el coronel Segismundo Casado y Julián Besteiro, y era apoyado militarmente por el anarquista Cipriano Mera.


El Consejo Nacional de Defensa justifica sus actos con el siguiente manifiesto:
«¡Trabajadores españoles! ¡Pueblo antifascista! Ha llegado el momento en que es necesario proclamar a los cuatro vientos la verdad escueta de la situación en que nos encontramos. Como revolucionarios, como proletarios, como españoles y como antifascistas no podemos continuar por más tiempo aceptando pasivamente la improvisación, la carencia de orientaciones, la falta de organización y la absurda inactividad de que da muestras el Gobierno del doctor Negrín. (…) Han pasado muchas semanas desde que se liquidó, con una deserción general, la guerra de Cataluña. Todas las promesas que se hicieron al pueblo en los más solemnes momentos fueron olvidadas; todos los deberes, desconocidos; todos los compromisos, delictuosamente pisoteados. En tanto que el pueblo en armas sacrificaba en el área sangrienta de las batallas unos cuantos millares de sus mejores hijos, los hombres que se habían constituido en cabezas visibles de la resistencia abandonaron sus puestos y buscaban en la fuga vergonzosa y vergonzante el camino para salvar su vida (…) No puede tolerase que en tanto se exige al pueblo una resistencia organizada, se hagan los preparativos de una cómoda y lucrativa fuga. No puede permitirse que, en tanto que el pueblo lucha, combate y muere, unos cuantos privilegiados preparen su vida en el extranjero (…) Constitucionalmente, el Gobierno de Negrín carece de toda base legal en la cual apoyar su mandato».
Al final de la contienda se instaló en Francia, de donde huyó a Londres, y desde donde continuó presidiendo el Gobierno de la República en exilio hasta 1945. Cabe destacar que Juan Negrín obligó a Lluís Companys, presidente de Cataluña, a darle todo el dinero que él poseía y el dinero de la Generalitat.
Trasladado a México, sus divergencias con Indalecio Prieto y Diego Martínez Barrio provocaron su dimisión ante las Cortes en el exilio. Después de pasar un tiempo en el Reino Unido, fijó su residencia definitiva en Francia. Falleció en París a la edad de 64 años.